Condecoración «Fray Jodoco Ricke»

En las épocas de mayor turbulencia, siempre encontraremos una luz que lleve a la paz y la concordia. El punto de equilibrio suele estar dirigido por quien actúa movido por fines espirituales o humanitarios que, a la larga, vienen a ser lo mismo.

Nuestra historia cotidiana de la colonia arranca con escenas de gran dolor y desazón. Por un lado las poblaciones primigenias, atrapadas entre dos enemigos: los incas y los españoles. Por otro, los incas, saliendo de derrotas, unas veces, y de alianzas dudosas, las más. Finalmente, los españoles que arrasan con todo lo que se oponga a su afán de poder y de riqueza. Y, como si no fuera suficiente, un naciente grupo: el mestizo, surgido de la violencia, descuartizado entre el conquistador y los herederos despojados de todo derecho.

En ese momento de desasosiego y dolor, en donde sólo se ven ruinas y se huele aún el humo de los incendios, momento en el que prima la actitud de vorágine por el poder y la riqueza, se levanta, todavía silenciosa, la figura de Juan van Rycke van Marselaer, el gran Fray Jodoco Rique, “hijo de Flandes y España, pero quiteño de corazón” según dice mi buen amigo Jorge Salvador Lara.

Faceta poco conocida de quien lo único que suele recordarse es que trajo el primer trigo y lo sembró en la que luego sería la plaza de San Francisco.

¿Cómo entender a un joven franciscano que sale en septiembre de 1533 hacia América y –tras varios periplos por tierra y por mar- apenas el 12 de abril de 1535, casi dos años más tarde, llega a nuestro puerto de San Mateo (actual Esmeraldas) para continuar viaje hasta Túmbez, a donde arribó el primero de agosto, sin protestar por su destino sino, al contrario, maravillándose de todo lo que encuentra a su paso?

«Continué mi viaje, con muchas personas hasta la provincia de Quito, la cual dista de Túmbez 90 millas o algo más», escribe por esas fechas en su diario.

Continúa el relato Fray Agustín Moreno: “El historiador Federico González Suárez dice que Fray Jodoco hizo el viaje de San Miguel de Tangalara a Quito, a pie, en un recorrido de cuatro meses y seis días. Verdadera hazaña para quien no venía tras mezquinos intereses terrenales… Atravesó la provincia de los indios Bracamoros y Paltas, la de los Saraguros y Cañaris y llegó a Tomebamba, la ciudad más famosa de Sudamérica antes del descubrimiento.

Finalmente, llegó a Quito…en… diciembre de 1535.”

¿Qué impulsaba a este joven seráfico? Me pregunto.

Jesús decía que de la abundancia del corazón habla la boca. Leyendo su descripción de lo que encontró, vemos a un hombre bondadoso, optimista y visionario:

“He llegado a la ciudad de Quito, que ahora se llama la villa de San Francisco, el día de San Nicolás del mes de diciembre. (de 1535) Y aquí me estoy bien consolado, teniendo un lugar adecuado para fundar un convento, cercado a su alrededor con buenas murallas, esperando el tiempo oportuno para erigir un buen convento. He hecho mi iglesia con unos buenos muros. Espero por la gracia de Dios que se vea un buen fruto en estos indígenas, porque, como dije anteriormente, existe en ellos una buena disposición. Pero ahora, por estas guerras, el país se encuentra en mucha miseria y pobreza, no tienen qué comer y se mueren en grandes cantidades».

Sabiamente, Fray Jodoco fue creando el punto de equilibrio. Ya sabía el castellano, para comunicarse con los colonos. Pronto aprendió y dominó el quichua. Traía consigo libros de arquitectura y gramática, y una cálida formación en las artes europeas de la música, la pintura, la talla y la escultura.

Tenía algo que a todos faltaba: un espíritu único de respeto por el otro, por el distinto. Así se refiere a los indígenas con quienes se encontró en Quito: «Entre ellos había tanta justicia y rectitud de vida que ellos sobresalían en corrección, régimen y modo de vida a aquellos que abundan en leyes, libros y letras. La fe se imprime fácilmente en ellos… afirman que hay un Creador de todas las cosas, al que le dan un nombre y veneración. Sin embargo, tributaban suma veneración al sol con culto de latría… Sumamente ingeniosos, aprenden fácilmente las letras, el canto, a tocar las flautas y otros instrumentos semejantes… Hacen sus juramentos por el Sol y por la Tierra, como nosotros lo hacemos por Dios. Todo lo que ellos prometen por este juramento no lo quiebran de ninguna manera».

Y le animaba un espíritu de justicia que deberíamos asumir como ejemplo.

“en 1547, … actuaba como la máxima autoridad franciscana de todo el Perú, con el título de Custodio; escribió a su Majestad el Rey de España Carlos V solicitando la especial protección y patrocinio para dos hijos de Atahualpa, a quienes tomó bajo su amparo en el Monasterio de San Francisco de Quito, y después de educarlos, los bautizó con los nombres de Don Carlos y Don Francisco. En el documento respectivo pedía para los dos jóvenes que se les otorgase sendos repartimientos con los que pudieran mantenerse y vivir con el decoro correspondiente a hijos del último Emperador Inca, pues, desde 1533, habían vivido recibiendo de los frailes, la alimentación, el vestido y la educación.”

Fundó la primera escuela, a la que llamó San Juan Evangelista, y luego el célebre Colegio de San Andrés. Dirigió la construcción de la imponente Iglesia de San Francisco. Albergó a todos los hijos de caciques e incas para formarlos, y nunca pidió algún estipendio para sí mismo.

Cuando pienso en su labor de convivencia armónica entre los otrora enemigos, cuando lo veo como pacificador de corazones dolidos, me pregunto cómo es que no han santificado a ese joven flamenco franciscano que hasta logró conjugar en la piedra la chirimoya con la vid o los pechiches con las manzanas.

Me es difícil no continuar ensalzando a este pilar de nuestra trayectoria de búsqueda de paz.

Por ello, a la vez que le agradezco Monseñor Trávez por esta significativa condecoración, pido a Dios ser merecedor de ella.

Dicen que la vasija en la que trajo las primeras semillas de trigo decía: “Tú, que me vacías, no te olvides de Dios. Cuando comas, cuando bebas, acuérdate de tu Dios”.

Quiero guardar siempre ese espíritu de gratitud.

Fray Agustín Moreno dijo de Jodoco Rique, que era el sembrador del pan y de la ternura.

Quiera Dios que yo también pueda seguir consiguiendo el pan para quienes nunca tuvieron, y dando ternura a quienes fueron siempre olvidados de entre los olvidados.

Rindamos tributo a Fray Jodoco Rique, buscando el equilibrio diario en nuestra calles y casas, pero sobre todo en nuestros corazones y en nuestra actitud hacia los demás.

Porque el amor, queridos amigos, no es un sentimiento, sino una decisión.

Señoras, señores